La
Gloria del Hombre, Hijo de Dios; La gloria del hombre, hijo
de Dios, es el triunfo de la inteligencia sobre la bestia, de la verdad sobre
la mentira, de la luz sobre la sombra y de la humanidad sobre el abismo del
mal. Dios se hizo hombre para impedir que el diablo aspirara a ser Dios. ¿Qué
es el diablo? Es la bestia que habita en las sombras, la mentira que desvía
la mirada de la verdad. ¿Por qué existe? Porque la sombra es inherente a
la luz, porque el mal es el contrapeso necesario que revela la esencia del
bien. El mal no es sino la opacidad que permite que brille la pureza de lo
divino.
Tantos
pecados acumulo que ni el diablo sabe ya dónde escribirlos; su piel, antaño su
cuna, ahora se convierte en su papel. Y esa piel, marcada por su propia
decadencia, se va desvaneciendo, pues pronto no quedará rastro de su
existencia. ¿Acaso el diablo es el dios hecho a imagen del hombre? No.
Él es el antítesis del Dios de los sabios. La faz negra del mal es como
una máscara que oculta el rostro sereno del Padre Eterno, el Creador de todos
los seres. Para el dios exterminador, para el dios de los azotes y de la
oscuridad, la sombra es su dominio. Pero, si no es Dios quien dota de fuerza al
mal, existe una providencia sombría, una voluntad oculta en las tinieblas, un
poder maldito que Dios ha de vencer algún día. En nuestra prueba terrenal, ese
poder se eleva contra el Creador, porque, al concedernos la libertad, nos
convierte en cómplices de su existencia.
Nadie
ama el mal por el mal en sí; en su origen, todos los vicios nacen
de la ignorancia y el error. Cuando se comete el mal, siempre se busca, en
última instancia, un bien. La desobediencia, con todo su atractivo, responde a
un anhelo profundo de libertad. ¡Oh, libertad! He aquí la clave que
explica el mal y lo convierte en un fenómeno necesario. La libertad, divinidad
del hombre, es el más grandioso, sublime e irrevocable de los dones otorgados
por el Creador. Esta libertad no puede ser violada por Dios sin que Él mismo se
niegue, sin que se aniquile. La libertad ha de ser conquistada en la lucha,
pues no se la posee como un derecho, sino como un reino que requiere esfuerzo.
La libertad es victoria, y, por tanto, requiere combate.
El
atractivo fatal contra el que luchamos no es un mal absoluto, sino una fuerza
primordial que debe ser sometida a la voluntad divina. Esta fuerza ciega ha
de ser dirigida, dominada, para que no nos devore. El hombre debe poseer el
valor y la destreza para ser el propietario de su destino, para ser el molinero
que guía el grano y no la víctima de la molienda.
¿Creéis
acaso que Satanás es libre? Si lo fuera, podría regresar al bien.
Si no lo fuera, no es responsable de sus actos, sino un instrumento de alguien
más grande que él. Es esclavo de la justicia divina, pues todo lo que hace es,
en última instancia, lo que Dios permite. Dios, al tentarlo, le otorga el poder
de hacer caer a sus criaturas, pero no es él quien ha sido desechado; Dios aún
le sostiene, pues todo está bajo su dominio. El diablo, en última instancia, no
es el monarca de las tinieblas, sino un agente de la luz velada, un instrumento
para cumplir los designios divinos.
Entonces,
¿qué es el diablo, en su esencia más profunda? El diablo no es sino la
negación de lo que Dios afirma. Dios afirma el ser, el diablo afirma la nada.
Pero la nada no puede afirmarse por sí misma; necesita ser afirmada, pues no es
más que una negación. Si la definición última de Dios, según la Biblia, es
"El que es", la definición del diablo debe ser,
necesariamente, "El que no es". En el trasfondo de la religión
y la filosofía, existe ese innato deseo de trascender, esa ansia de
inmortalidad que impulsa nuestro espíritu hacia la certeza de que la muerte
física no es el final de nuestra existencia. No obstante, es en la limitación
de nuestros sentidos, atrapados en la camisa de fuerza del tiempo, el espacio y
la causalidad, donde el hombre debe luchar por su comprensión del ser.
Dadme
otro sentido y veréis cuántos mundos puedo descubrir. Es en este marco que el
ser humano se juega el todo por el todo: al afirmar o negar, al salir del
umbral del descreimiento y alcanzar la victoria intuitiva sobre lo desconocido,
sobre la finitud que no es tal, o perderse en el escepticismo que cierra la
puerta a la trascendencia, lo que puede conducir a la angustia y la
desesperación.
Cada
mañana, al despertar, miro a Dios en el espejo, de igual forma que miro al
diablo. Soy dueño y señor tanto del bien como del mal. No hay nada ni nadie a
quien culpar por mi pasado, mi presente o mi futuro. Solo existe uno: Dios,
el único Dios, que miro cada mañana en el espejo.